En el viaje a Porto hicimos una parada previa en Salamanca, ciudad de una belleza tan enorme, que ni sus propios habitantes logran admirar en su totalidad (excepto el alcalde, que no logra admirarla en absoluto).
Desde el momento en que puse pie en tan monumental lugar, supe que tenía una importante misión que cumplir. Y no, no era precisamente ponerme a buscar la famosa rana sobre la calavera (que también). La ciudad de Salamanca se había convertido en un foco de malestar y mal rollo contínuo desde que nosotros, los pérfidos catalanes, nos llevamos los papelillos. Un lugar muy concreto lanzaba su manto de atracción hacia mí, cual polilla revoloteando alrededor de una vela.
Estoy hablando de un lugar falto de amor.
Estoy hablando de una calle.
El Expolio.

Pero sabía que no bastaba. La injuria, la ofensa, la herejía cometida en aquel lugar no podía repararse con besos y abrazos, insignificantes muestras de cariño a nivel de los simples y meros mortales. ¿Me atreveré a decirlo? Oh, si. Hijos míos, creedme cuando os digo que en esas piedras habita una fuerza divina arcana. Y como un dios encolerizado dispuesto a lanzar una lluvia de ascuas ardientes sobre la faz de la tierra sin despeinarse, clamaba por un poco de adoración a cambio de la salvación eterna. Y lo hice. Oh, si. Lo hice. ¡Yo creo! ¡YO CREO!

...
......
.........
............
...............
..................
Oh, a la mierda.

3 comentarios:
Oh, tío, eres genial!
Sagerao!
Aunque reconozco que la cosa tiene su mérito: en el momento de hacerme las fotos, llevaba aproximadamente 36 horas sin dormir...
Por un momento me has asustado. Luego he recordado que a lo único que hay que adorar es al TOCHO. ¡ADOREMOS AL SAGRADO TOCHO! ¡¡¡SÁLVANOS, SÁLVANOS!!!
Publicar un comentario