21.12.04

¡Feliz Dadiván!

He tenido una idea revolucionaria.

Una de esas ideas que cambian el mundo.

Una revelación mística de grandes proporciones, me atrevería a decir.

Me explicaré: cada año, por motivos desconocidos para mí, odio más la navidad. De hecho, cada año conozco a más gente que se encuentra en la misma situación que yo.

Las causas de este aumento generalizado del odio a las fiestas navideñas, pueden ser muchas y muy variadas:
- Consumismo incontrolable.
- Ñoñería hasta en el lavabo.
- Tradiciones estúpidas.
- Nuevas tradiciones aún más estúpidas.
- Anuncios de juguetes que hacen crujir los dientes.
- Anuncios de perfumes que le hacen a uno pensar si existe vida inteligente sobre la faz de la Tierra.
- Reuniones con la familia, incluyendo decenas de parientes que te suenan de algo, pero no tienes ni idea de cómo se llaman y a los que no vuelves a ver en todo el año.
- Un barbudo de barriga cervecera y pinta de pedófilo le trae regalos a los niños.
- En pleno siglo XXI, aún hay gente que canta villancicos sin morirse de vergüenza.
- Pasan películas que nos recuerdan una y otra vez la importancia del espíritu navideño, elevando los niveles de azúcar hasta límites vomitivos.
- Surge la duda de si vale la pena gastarse tanto dinero, para celebrar el nacimiento de un tipo que se pasó la vida predicando la austeridad.
- Surge también la duda de si vale la pena haber fundado una religión basada en las enseñanzas de un tipo que nunca quiso fundar una. En consecuencia, uno vuelve a preguntarse lo de la vida inteligente, y lo traslada a los últimos 2000 años.
- Hay Guerras, hambre, epidemias, represión, intolerancia y miseria por todo el globo terráqueo, y aquí todos pasándolo bien.

Prefiero pensar que la humanidad se vuelve lista a medida que avanza la evolución, y no al revés. Por lo tanto, deduzco que, en un momento indeterminado del futuro, el número de gente que odiará la navidad será superior al de la gente que aún la celebre. Y si hay más gente que la odia, acabará desapareciendo.

Basándome en lo expuesto, llego fácilmente a la única conclusión lógica.

Hay que inventar una fiesta nueva.

Hay que inventar el Dadiván. La navidad al revés.

No al revés en un sentido estricto. Más bien puesta patas arriba. Rota en mil pedazos y vuelta a construir, cambiando formas y añadiendo otras nuevas.

¿Y cómo se celebra el Dadiván?

Esa es la parte más divertida. No hay UN Dadiván. Hay muchos. Muchísimos. Tantos como personas hay en el mundo.

El Dadiván se celebra como uno quiere. Depende de lo que cada persona desee. De cómo se sienta más a gusto. Puede ser:
- Con la familia (los que conoces, claro).
- Con tus amigos, riendo toda la noche.
- Viendo la tele.
- Escribiendo.
- Haciendo algo útil, para variar.
- Achuchando a tu novia/o.
- Asistiendo a alguna maratón cinematográfica.
- Donando dinero o juguetes, si te sientes realmente solidario.
- Cantando en un karaoke.
- Descansando, sólo o acompañado.
O muchísimas otras opciones. Las posibilidades son infinitas.

El Dadiván te permite elegir. Te deja ser feliz a tu manera.

Es la fiesta del futuro. Que no os engañen. ;O)

12.12.04

La Leyenda de Cameron Duncan

Tengo en mi poder, desde el jueves pasado, la esperadísima (al menos por mí) edición extendida del Retorno del Rey, a la que se añaden 48 minutos respecto a la versión cinematográfica. A estas alturas ya he visto tanto la película, como los enormes documentales de los dos discos de extras.

Y es sobre uno de estos extras sobre lo que voy a hablar, no sobre la película.

Con el título de Cameron Duncan: La Inspiración para Into the West, se nos presenta un documental tremendamente emotivo, que se aparta del mundo del Señor de los Anillos para descubrirnos a un joven neozelandés, Cameron Duncan, que se hizo muy amigo de Peter Jackson y de muchos otros miembros del equipo de producción de ESDLA, como Fran Walsh.

Cameron Duncan era un joven cineasta. Ya hacía cortometrajes desde muy pequeño, especialmente sobre batallas campales, un hecho que hizo que le cayera muy simpático a Peter Jackson, ya que él comenzó haciendo cosas muy parecidas (aunque Duncan llegó a inventar fórmulas de explosivos exclusivamente para sus películas).

A los 16 años le diagnosticaron un cáncer en la pierna, que le obligó a abandonar su deporte favorito, el Softball. No se rindió, y rodó un demoledor corto sobre su experiencia, bajo el extraño título de DFK6498. Durante un tiempo, pareció que había logrado superarlo. Sin embargo, tiempo después le diagnosticaron un nuevo cáncer, esta vez de pulmón. Y por desgracia, en fase terminal.

Cameron Duncan iba a morir muy pronto. Y él lo sabía. Pero ni corto ni perezoso, a dos meses de su muerte, rodó un nuevo cortometraje: Strike Zone. Si he calificado DFK6498 como "demoledor", Strike Zone debería ser una lección básica y obligatoria para todos aquellos que quieren hacer cine. No puedo deciros ni el argumento ni por qué creo que es tan jodidamente bueno, pues creo que es una obra de arte, un testamento que vale la pena disfrutar en toda su plenitud, más teniendo en cuenta las circunstancias en las que fue realizado, con días de rodaje en los que tenía que parar porque le había aparecido un nuevo agujero en el pulmón.

Ahora ya no está entre los vivos. Murió poco antes del estreno del Retorno del Rey. Nos ha dejado una gigantesca joven promesa, un cineasta que desbordaba talento por las orejas. Un chico de 20 años que podía dar lecciones a muchas grandes estrellas de Hollywood. En la edición extendida de ERDR, Peter Jackson ha hecho algo que le honra como persona: hacer que perdure para siempre el recuerdo de Cameron Duncan, cuya muerte inspiró a Fran Walsh para escribir Into the West, la canción con la que cierra la película, interpretada por Annie Lennox. Muy apropiada. Una canción que habla sobre la visión que tenía Tolkien de la muerte.

Qué grande podría haber sido.

Pero el tiempo que vivió, lo fue. Realmente lo fue.

Descansa en paz, Cameron.

2.12.04

Increíble-ble

Ayer cayó la última producción de Pixar hasta la fecha: Los Increíbles, dirigida por Brad Bird, artífice de esa GRAN desconocida que es El Gigante de Hierro.




Ambas películas tienen algo en común: la afición de Brad Bird por los años 50-60, y toda la estética y cultura popular de entonces. Y eso incluye, cómo no, a los robots gigantes. Pero así como en El Gigante de Hierro la historia iba entorno a un robot heróico, los que aparecen en Los Increíbles son una auténtica encarnación del mal. Aunque no tanto como su artífice, el villano de esta película: Síndrome.

La cinta nos presenta a Bob Parr, la personalidad pública del (en el particular universo de esta película) superhéroe más grande que ha existido jamás: Mr. Increíble. Por una serie de acontecimientos que ocurren en el prólogo, y que por diversas razones prefiero no desvelar, tanto él como su mujer (otra de las grandes, Elastigirl) acaban "colgando los trajes" y retirándose durante 15 años, tiempo en el que nacen sus tres hijos: Violeta, Dash y el bebé... que ahora no recuerdo cómo se llamaba. Perdón. ^___^

Prefiero no seguir contando nada de la trama. La película merecer ser disfrutada de principio a fin, con todos sus giros y sus guiños (como el de las capas de los superhéroes, que es impagable), que no son pocos. Baste decir que Los Increíbles es, sin exagerar nada, posiblemente la mejor película de superhéroes desde el Batman de Tim Burton. Brad Bird y John Lasseter (el jefazo de Pixar y director de las anteriores películas, que aquí sólo produce), han formado un dúo aplastante. Dos grandes genios de la animación se han unido y el resultado no sólo está a la altura de lo esperado, sino que supera cualquier expectación. Acción a raudales, personajes más humanos que nunca (en todos los sentidos), referencias frikis por un tubo (otro ejemplo: Violeta lleva el pelo como Sadako, la niña de The Ring), una trama sencilla pero llevada con maestría... y por encima de todo, la sensación que nos dejan Bird y Lasseter de que para ellos, los niños NO SON TONTOS.

Los Increíbles es increíble-ble. Ya tardáis en verla.